Niños y adultos: diferentes formas de comprender y ver la Vida

Elena Mayorga

Un bebé aprehende la vida de forma diferente a un niño de tres años y éste a un niño de siete que, a su vez, tiene mecanismos cerebrales y herramientas diferentes a las de un preadolescente y, así, hasta llegar a la edad adulta en la que aun existiendo grandes diferencias entre adultos, los objetivos comunes son bastante parecidos (lograr nuestra supervivencia, nuestro bienestar y el de nuestros hijos, pareja, familiares, amigos, etc.).

La infancia y la adolescencia suponen los años de aprendizaje de la adultez. Para llegar a ser un adulto pleno y equilibrado, antes debemos atravesar y superar una serie de etapas madurativas.

Al nacer nos encontramos con el mundo grávido, con las sensaciones térmicas, el hambre, los brazos, los besos, los mimos, la leche materna, el calor del cuerpo de Mamá, de Papá, son años de una maduración cerebral acelerada en la que necesitamos unos cuidados plenos para sentirnos seguros, para sobrevivir, para aprender a mover nuestro cuerpo, a hablar. La soledad, el desamparo, la ansiedad y el estrés se apoderarán de nosotros y no nos permitirán madurar si nos dejan solos, si no nos apoyan emocionalmente, si no nos alimentan cuando lo necesitamos. Sólo necesitamos calor, compañía, apoyo, no necesitamos llantos, desprecio, abandono. Los bebés y los niños no se malcrían por mimarlos, portearlos, dormir cerca de ellos y estar atentos a su necesidades, simplemente, maduran y pasan felices a la siguiente fase de la infancia.

Con el paso de los años, llegan nuevas etapas, la afirmación de la personalidad, me comprendo y, como persona autónoma (entre los dos y los seis años, más o menos), comienzo a tomar mis propias decisiones, manifiesto lo que me produce bienestar, lo que me causa malestar, experimento con la vida, aprendo, a través del juego y de la experimentación,  a hacer por mí mismo una gran cantidad de acciones que serán el germen de las que desarrollaré en mi vida adulta. Si me niegan continuamente la posibilidad de lograr esa autonomía, si siempre estoy escuchando “No”, si me obligan a estar sentado sin moverme, si me prohíben experimentar, si siempre estoy solo, sin el acompañamiento respetuoso de mi madre, de mi padre, de mis mayores,  no lograré asumir todo el aprendizaje de esta etapa y pasaré a la siguiente sin haber madurado y asimilado los cambios necesarios. En estos años, para reafirmar nuestra personalidad, para buscar nuestro yo interno y no esconderlo bajo capas de mandatos y patrones, necesitamos que no corten nuestra autonomía, que nos acompañen, que nos sostengan cuando nos equivocamos, que nos apoyen en nuestras búsquedas, que nos cuiden puesto que aún somos pequeños y lo necesitamos, que nos mimen, que nos amen, que nos besen y que confíen en nosotros y en nuestra individualidad que iremos desarrollando durante estos años.

A lo largo de la infancia y la adolescencia, seguiremos atravesando nuevas etapas, en todas ellas tenemos aprendizajes que cumplir para poder superarlas y madurar para llegar a convertirnos en adultos sanos y equilibrados. Los bebés, los niños, los adolescente, los adultos, vivimos la vida de forma diferente, la comprendemos según la etapa que estemos atravesando, si no la superamos, nos quedaremos anclados en esos aprendizajes y arrastraremos carencias de por vida o hasta que detectemos que algo no va bien e indaguemos en nuestro pasado para asumir esas carencias y superarlas.

Como adultos, como madres y padres, el ser conscientes de estas diferencias puede ayudarnos a ser más respetuosos con nuestros hijos. Nuestros hijos no son adultos que tengan que vivir la vida como adultos. Nuestros hijos no son adultos que comprendan la vida como adultos. Nuestros hijos son bebés, niños pequeños, niños mayores, pre adolescentes, adolescentes … están en una etapa madurativa determinada, aún necesitan años y aprendizajes para ser adultos, tienen sus propias necesidades, deseos e intereses, bien diferentes a los nuestros.

Como adultos, como padres y madres, debemos respetar a nuestros hijos como seres humanos de plenos derechos. No por ser más pequeños y aprehender la vida de forma diferente tenemos que tratarles con condescendencia, como si no comprendieran nada o no supieran nada.

Debemos acompañar a nuestros hijos en cada una de sus etapas respetando su ritmo de desarrollo, las necesidades y los requerimientos propios de cada edad. La vida no es una competición, no es una lucha en la que los adultos seamos seres humanos más valiosos por haber cumplido más años. La vida es cooperación, los adultos acompañamos a los niños en su infancia y adolescencia  y ellos nos acompañan a nosotros en nuestro propio crecimiento personal, en nuestro propio desarrollo y en nuestra propia madurez. A fin de cuentas, todos seguimos aprendiendo día a día a vivir.

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