
En la relación entre padres e hijos, la clave está en el diálogo. Hablar de un problema es tenerlo ya medio solucionado. Pretender educar sin propiciar el diálogo es como intentar construir una casa sin una segura cimentación.
Pero…¡cuánto cuesta hablar con los hijos adolescentes! ¡Cuántas conversaciones acaban en monólogos! ¡Cuántas parecen “diálogos de sordos”! ¡Cuántas finalizan en una nueva pelea!. “Mi hijo no me escucha”, “no se puede hablar con ella”, “siempre acabamos a gritos”, “parece que hablemos idiomas diferentes”… suelen ser las quejas justificadas de muchos padres.
Como el padre de Jorge, un chico de 15 años, que nos contaba lo que le ocurría con su hijo en estos términos:
Entra en casa como un fantasma. Se encierra en su habitación y no dice ni “buenas tardes”. Tira la mochila, se tumba en la cama y sigue con los cascos a todo volumen. A veces ignoro su actitud, pero otras ya no puedo más y entro para decirle que por lo menos salude cuando llega. Entonces me echa en cara que haya entrado sin llamar. Yo le digo que he llamado a la puerta pero que no me contestaba.
Él se enfada: “¿Cómo te voy a oír si estoy escuchando música?”. “Pues no estés todo el día con los walkman”, le digo. Su respuesta es automática: “Siempre estás con lo mismo”.
Eso me pone al cien y le digo de todo: Que es un desastre, que no va a llegar a nada en la vida, que tiene que preocuparse por los demás, que se ponga a estudiar y que ya estoy harto de esa música infernal…
Pero no sé si me hace caso porque sigue con los cascos, tumbado en la cama e ignorando mi presencia. Al final acabamos enfadados.
Pero los hijos tampoco suelen encontrar en sus padres unos buenos aliados para el diálogo. Jorge se quejaba de esta manera:
Con mi padre no se puede hablar. No hace más que meterse conmigo: Que si no estudio, que si estoy todo el día escuchando música… No respeta mi intimidad. Sólo me habla para echarme alguna bronca. Pasa de lo que yo le diga. No escucha. No me entiende.
¿Qué es lo que hacemos mal?
Ésta suele ser la pregunta que se hacen muchos padres. Se sienten fracasados porque no logran entablar un diálogo fluido con sus hijos y son conscientes de que, si se pierde la comunicación, la educación se hace muy cuesta arriba.
Algunos, sumidos en el pesimismo, tiran la toalla cuando sus hijos llegan a la adolescencia. Quizá porque no nos damos cuenta de que ya no son niños y que debemos cambiar de registro.
Con los hijos adolescentes se puede hablar, claro que sí, pero cuesta. Ellos ponen las barreras propias de su edad. Lo que nosotros tenemos que hacer es superarlas. Para ello, debemos evitar los errores que comete el padre de Jorge:
Ignorar la actitud del hijo por miedo al enfrentamiento. El sentido común nos irá dictando en cada caso cuándo una determinada conducta merece ser atajada con prontitud o vale más la pena pasarla por alto. A veces ocurre que hacemos la vista gorda en cuestiones importantes y nos obcecamos en detalles insignificantes. Nos ponemos nerviosos (demasiado, quizá) por el volumen de su equipo de música y, en cambio, permitimos que llegue a horas intempestivas. Justamente este miedo al enfrentamiento es el que suele provocar los enfrentamientos.
Hablarle cuando estamos nerviosos. Por lo general, es lo que hacemos. Nos pasa como al padre de Jorge que va callando hasta que ya no puede más. Hemos de reconocer que en ese caso ni el momento ni el ambiente que hemos elegido para dialogar es el idóneo. Lo normal es que no se produzca el diálogo, sino a lo sumo un sermón totalmente ineficaz. Por eso Jorge dice que su padre “sólo me habla para echarme alguna bronca”.
No respetar su intimidad. Los adolescentes son muy celosos de su intimidad, sobre todo con sus padres. Aunque veamos incongruencias en su comportamiento respecto a este tema, debemos andar con pies de plomo para no invadir su espacio. Entrar en su habitación para charlar es una buena forma de empezar, pero debemos tener en cuenta que estamos en su terreno.
Decir siempre lo mismo. Quizá no seamos concientes de ello, pero la percepción de los adolescentes es que, como dice Jorge, “siempre estás con lo mismo”. Ante un padre que “ralla“, lo que hacen es desconectar, es decir, ponerse los cascos. Eso no significa que no tengamos que decir nada, sino que debemos buscar otras formas de decir.
Sermonear. “Eso me pone al cien y le digo de todo”, confiesa el padre de Jorge. Si hablamos cuando hemos perdido los estribos, ya no dialogamos, sino que sermoneamos. Decimos todo lo que no queríamos o no deberíamos decir, siempre cosas negativas, exageradas, sacadas de contexto o injustamente simplificadoras. Tras el sermón de su padre, Jorge se queda con esta idea: “Sólo me habla para echarme alguna bronca”.
No escuchar. Los adolescentes sienten que sus padres no les entienden. Suelen decirlo en casi todas las entrevistas. “¡Cómo va a entenderme, si no me escucha!”, protestaba Esther, una chica de 16 años. Saber escuchar es el primer paso para poder comprender, porque no sólo se trata de oír al otro, sino de prestarle atención, de tenerlo en cuenta, de valorar sus opiniones… y sobre todo, de ponerse en su lugar.
Pilar Guembe y Carlos Goñi
Autores del libro Una familia feliz: guía práctica para padres
http://www.solohijos.com/web/seis-errores-en-la-comunicacion-con-nuestros-hijos-adolescentes/